miércoles, 8 de febrero de 2012

Triunfo Arciniegas / El gusano de Dios

Viejo en el parque
Santiago de Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Triunfo Arciniegas
EL GUSANO DE DIOS

  

  E

l espectáculo dominical de las niñas huérfanas era corriente en la ciudad: entre los cinco y los veinte años, los trajes rústicos, chillones, mal cortados, que nunca estuvieron de moda, amontonándose como ganado, asustadas, el paso de boba, cercadas por monjas obesas y monjas raquíticas. Pero no los viejos, últimamente los viejos. Salían al parque dedicado al héroe de la patria a beber el sol de la tarde, a dejarse ver, exponían al lánguido sol el rostro y el acordeón del cuello con los ojos cerrados. Tan locos para vestirse. Tan locos como ese héroe que empuña una espada contra el aire, contra un enemigo de otro siglo, encaramado en el pedestal, con casaca de mariposa y ajustados pantalones de marica. Un circo de lástima. Un circo lento y decrépito que rememora el esplendor de funciones irrepetibles. Dentro de los trajes, la podredumbre de la carne usada, la colección de enfermedades: huesos que duelen cada lluvia, armazones que traquean, corazones acezantes, coágulos de sangre, miembros inútiles como patas de insecto quebradas, cabellos que caen incesantemente, delirios y olvido, el aroma dulzón de la vejez. Ya alguien dijo que el cuerpo como construcción es una maravilla, pero como material, una calamidad.

            Los espiaba desde el escaño, tras un libro de Vallejo, cuando uno de los viejos se acercó cauteloso y se acomodó en el otro extremo. El saco estrecho, que no conseguía abotonar del todo, le daba ese aire cómico, le hacía ver las manos más largas de lo que eran. La camisa abotonada hasta el último botón, también los puños. Los pantalones como para pasar el río y una cuerda de penitente en vez de correa, anudada más arriba del ombligo, calcetines de distinto color y zapatos descascarados, abiertos como un par de cocodrilos que bostezan sobre un lecho de hojas secas. No me miraba, parecía a punto de levantarse, de volar. Como quien arroja una piedra o escupe el hueso del durazno, arroja una piedra y corre, dijo: "Tres hijos, tuve tres hijos".  Y como si no bastara, separó tres dedos frágiles, nudosos.  Lo dijo y se calló. Seguí espiando. Un verso, dos versos de Vallejo sobre una araña que ya no anda, y una mirada de reojo, la cámara de mi mente repartida entre arañas y viejos.

            -Animales prehistóricos. Nos sacan a vender escapularios, como animales prehistóricos.

            Extrajo del bolsillo del saco un manojo de escapularios como lagartijas atrapadas por la cola.

            -El mes pasado vendí diez y me condecoraron.

            Me enseñó una reluciente medalla de lata, travieso, con una sonrisa de escasos y amarillentos dientes. Imaginé que, acosado por las monjas, acababa de dejar el vicio del tabaco.

            -Ahora que los muchachos usan calaveras de metal y cruces nazis, esta mercancía no se vende -dijo en un susurro, apartando hacia mí las palabras con la palma de su mano ahuecada sobre la boca.

            Me habló de sus escasos clientes, uno a uno. Se me acercó con aire de conspirador, por un momento depositó los huesos de su mano en mi rodilla izquierda. El labio inferior hundido, metido en la boca, el bigote breve y canoso, la quijada pequeña y redonda, la frente despejada, la flacidez de sus músculos. El alboroto de los cabellos me recordaba a uno de los tres chiflados de la teve. El pequeño lago gris de sus ojos.

            Con tantos pies la pobre, y aún no puede resolverse.

            -Tuve tres hijos en mi larga vida, la misma que arrastro por aquellos corredores cuya luz constituye una ofensa -y señaló vagamente hacia el asilo, en la parte más alta de la ciudad, sin advertir mi asombro por la belleza de su frase, la elaboración que delataba la lenta y persistente mano de la reflexión; en algún momento confesó que garabateaba un diario desde su entrada al asilo-. Nada queda de ellos en esta tierra, ni siquiera una fotografía, como si nunca hubiesen existido. Árboles borrados de un cuaderno escolar. De un manotazo, así. Sin rastro. Polvo. Yo, muchacho, soy el gusano de Dios.

            Y, al verla atónita en tal trance, hoy me ha dado qué pena esa viajera.

            Su rostro se endureció: el militar que demuestra en la rigidez de sus gestos la disciplina que exige a sus bestias uniformadas. Su voz débil pero melodiosa, algo ronca. Más que las leves expresiones del rostro, la virtud radicaba en la entonación, las distintas velocidades de la frase, las pausas. Tan solo escucharlo, como a la lluvia, resultaba placentero: hacía pensar en un político, un catedrático, un actor de radioteatro. Por otra parte, no teníamos nada qué hacer; escucharnos y estar ahí. Porque él se escuchaba.

            -El mayor fue el peor. Nunca pude corregirlo. Se pavoneaba en aquella bicicleta amarilla hasta que apareció el dueño con dos policías que por esta vez fueron amables. Alzaba pesas para formar el cuerpo, usaba camisas sin mangas, desabotonadas, pavoneándose, ya dije. Aceite en los músculos, que enseñaba sin pudor a las vecinas. Tuvo suerte con más de tres. Ya de muchacho robaba caballos por una noche, hasta que se partió una pata al caer sobre una piedra. Se emborrachaba seguido, lo hirieron en la frente con una botella, se compró un revólver y lo perdió en una pelotera de discoteca. Fumaba marihuana detrás del seminario, desde entonces ya se fumaba y se hacía el amor detrás del seminario, a la vista de los ansiosos seminaristas que se excitaban hasta el desmayo. Fue al ejército y luego a la cárcel, por un pequeño robo, una cosa tras otra en su desordenada existencia. La cárcel lo amargó porque de  verdad fueron injustos con él: pagó dos largos y dolorosos años por unas baratijas que le encontraron en casa, yo no sabía. Envenenado, siguió robando, presas mayores, hasta que un policía lo acribilló al saltar una pared. Se negó a detenerse, siempre se negó a detenerse este muchacho. Como tantos, no encontró tiempo para sentarse a pensar su vida. Ya me decían que terminaría en la cárcel o en el cementerio. La gente no lo entendió, no le encontró el corazón. Nunca tuvo un cómplice, nunca tuvo un amigo -ni siquiera yo- que valiera la pena. Y así murió, solo, pronto fue olvidado. Cuando llegaron al hospital ya estaba muerto, pronto fue olvidado. Hasta por su novia, que se casó y tuvo dos hijos. Otras de sus mujeres ni siquiera se enteraron de la muerte, ocupadas en otras fiestas. A ninguna preñó.

            Como una perra, la loca lame el pedestal de la estatua del prócer. Sería trivial, vulgar el hecho, si al amanecer no concluyese la ceremonia defecando. Más tarde un muchacho lava el pedestal. Los viejos y los vagabundos que se sitúan temprano en los escaños estratégicos, se han acostumbrado al resplandor del agua y la rigidez de los músculos del muchacho. En su ironía lo toman por el héroe, el balde y la escoba como armas de combate, lavando el altar de un dios desconocido, olvidado, sin creyentes, lastimosamente degradado. Todos los dioses desaparecen si sus adoradores mueren o deciden otro dios. Viejos y vagos vigilan los movimientos del muchacho, descuidan la conversación, las señales del cuerpo. A estas alturas el lavatorio se encuentra tan integrado al mecanismo del día que cuando el muchacho se aleja, el balde en la mano y la escoba en el hombro, se levantan a beber el segundo café, alguien enciende un cigarro y otro reanuda el concierto de toses. Luego cruzan el parque en perfecta diagonal las colegialas, de cuyo rostro se han borrado los delirios nocturnos. Musgo.

            La voz me interrumpió:

            -El otro era el tímido. Tan solitario como el primero pero sin su rebeldía. Pálido y flaco, hablaba tan poco que siempre lo creí enfermo. Me acostumbré a él, a mirarlo desde la ventana de la calle o desde la puerta de la cocina. Cruzaba el patio con un libro bajo el brazo, el paso vacilante de un vampiro. Escribía. Poemas, cosas así, incoherencias que nunca entendí, sin descanso. Tuvo una novia que pronto lo dejó por otro de mejor porvenir. Tuvo uno o dos amigos y riñeron. No sé qué desencadenó la tragedia, como nunca hablamos. Debí averiguar cuando quemó todos sus papeles, cuando regaló los libros tan amados, cuando se despidió de la muchacha a la que ya no le importaba. Podía pasarse encerrado no sólo un día sino tres o cuatro pero siempre salía a recoger su plato de comida o el paquete de cigarrillos, lo  único que me pedía. Cigarrillos y cuadernos. De vez en cuando un libro. La mayoría los prestaba en la biblioteca municipal. Al atardecer del segundo día de encierro, como los platos sin probar se acumulaban junto a la puerta, toqué y nadie contestó. Tuve que derribar la puerta, de todos modos ya estaba podrida, toda la casa necesitaba una reforma. No alcanzó los veinte años. Fumaba en exceso.

            Tanta joda revolucionaria para terminar en una estatua cagada por las palomas, idolatrada por una loca. El pedestal sucio de frases cada mañana. Cada cinco de julio, una corona y una cinta, discursos estériles, después de recorrer miles y miles de kilómetros a caballo, de muertes y odios, de sueños y traiciones. Ahí, su capa sin viento, de pie noche y día, empuñando la espada contra nadie, ciego. Tanto cabalgar, los callos en el trasero, el delirio de los páramos y la fiebre de los ríos, tanta sangre en el filo de la espada. Su vida pudriéndose en las amarillentas páginas de los libros de historia. 

            La luz tenue aún nos engrudaba. La lenta reunión de los viejos daba principio, las monjas de aquí para allá. En el centro del parque, la cabeza de la estatua como si se metiera en la nube oscura que tan lejos pasaba. El gris se extendía como un ejército en el mapa del cielo. En otra ciudad, el mismo héroe desnudo y acaballado, la delgadez de su cuerpo y el vigor del animal; los muchachos ponían flores en el ano del héroe tan propiciamente expuesto y estrambóticos anteojos de alambre al caballo.

            -El menor fue el idiota, el único feliz y el que más vigilé y amé. Me enternecía verlo tan desamparado, cualquier niño podía burlarse de él, engañarlo. No se le podía dar dinero o cosa de valor porque su equivocada vocación de negociante lo hacía regresar con un reloj de juguete, un anillo de fantasía o una camisa de Mickey Mouse. Entregó, feliz, todas sus monedas por el esqueleto de una cometa, una cometa usada. Alguna vez cambió los zapatos nuevos por unos tenis mugrientos que lucían estrellitas, le gustaban tanto aquellos tenis, nunca le encontré otro par así. Los hilachos los guardó en una caja que ató con una cinta roja, como para regalo. Era el colmo mi muchacho, el de las pérdidas. Tenía unas manos enormes, como esas hojas que tienen las plantas de los pasillos y las salas de espera, un gigante por cierto, le gustaba cazar ranas con esas manos de gigante. Las traía en una bolsa de agua, como si fueran peces, una bolsa plástica transparente, para mantenerlas frescas, aquel infeliz mediodía. Así se mantenían frescas. Así decía frescas, estirando las eses. Lo atropelló un camión después de los cuarenta años, al otro día de los cuarenta, que era martes. Madrugaba a cazarlas. Las ranas se desparramaron en el mapa del agua y huyeron.

            Eso hice, huí, ahora que la monja lo conducía del brazo hacia el rebaño, antes que me gritara -lo que en su voz se entendía por grito- que había tenido otros hijos, antes que se volteara, empujado por la monja, y me gritara. Nunca lo volví a ver.




 

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