lunes, 30 de enero de 2012

Triunfo Arciniegas / Cuerpo de viejo

Viejo
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Triunfo Arciniegas
CUERPO DE VIEJO

 
1




R

enata distinguió el bulto en la penumbra, estremecida y descalza, embutida en un suéter viejo y raído que sólo le cubría el principio de los muslos, cruzó los brazos bajo los senos y se acercó a las piedras del fogón. Toda la noche extrañó al viejo que ahora, recogido y exangüe, como lamiendo una de las piedras, más parecía un animal sin nombre, una valija abandonada de prisa, un tronco seco que el verano pudre a la orilla del camino, más parecía todo eso que el reciente marido de Renata Morantes. Durante la noche, entre un sueño y otro, Renata lo imaginó en sus últimos vagabundeos, solo, arrastrando el perro de la desdicha. Después no volvió a despertar y no se enteró de su regreso. Dormida, le brindaba el amor que le asqueaba en la vigilia: le mataba los piojos, le extraía las espinillas o le lavaba los pies con agua tibia al caer la tarde. Abrió los ojos y se vio ovillada, sola, en el lecho revuelto, espiada por la luz a través de las rendijas de la ventana que daba al patio. Rodó hacia la orilla y se sentó. Hizo un círculo con la cabeza y se desperezó como una gata. Se levantó y estiró el suéter hasta los muslos. Se acarició los brazos mientras se alejaba de la tibieza de la cama, y penetró al cuarto que hacía las veces de sala, comedor y cocina. Dos puertas mal encajadas, una que daba la calle y otra al patio descubierto donde acababa la casa, impedían a medias el impetuoso paso de la luz. La saliva, cuerda lodosa, se enredó en la garganta de Renata, se le enroscó como alimaña:  el bulto, junto a las piedras del fogón, tomó forma y nombre. La lástima cedió el sitio al espanto cuando Renata haló la cabeza del viejo por los cabellos. La sangre ya no fluía de la herida del cuello, boca absurda. Vio o imaginó el pozo en el piso de tierra, vio la camisa mojada, vio los ojos abiertos. Se arrodilló para tocar el pozo, pero la uña sólo rascó una mancha seca: la tierra había absorbido la sangre. Una rata husmeante, tímida, el rabo en el aire y el terror en el agua viva de sus ojos, atravesaba el cuarto. Renata localizó el ruido y le arrojó con rabia el pocillo de lata untado de hollín, luego abrió la ventana como si pretendiera espantar las moscas de la desgracia y maldijo la intensidad de la luz.



Viejo
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas

2

            Qué porquería soy, dijo el viejo en su taller de zapatería, sentado frente al cajón de las herramientas y junto al promontorio de zapatos desdibujado por la oscuridad. Levantó la cabeza. Aunque la noche entraba por la puerta abierta, se negó a encender la luz. La vida es puta, dijo. El hijo de Renata. El hijo de La Cabra. De su carne y de su sangre. La rabia y la pena de imaginar al cabrito en el patio de sol, brincando, sudoroso y feliz, luego corriendo hacia unos brazos abiertos, luego el rostro hundido en unos senos de muchacha. El hijo suyo solamente. Con gemidos de perro apedreado, el viejo desgastó las imágenes. Esperó que la noche espesara, esperó como toda la vida, árbol que ahuyenta los pájaros. Herido por la visión del cuerpo habitado de Renata, el viejo deslizó el desgastado cuchillo del oficio en el bolsillo del saco, maldita sea, se levantó limpiándose los ojos y desde entonces se aferró a su destino, cometa al hilo que se pudre, hilo a los dedos que sangran, dedos al cuerpo estremecido por el viento. Salió a la calle, vacía en ese instante, aseguró la puerta con la herrumbre del candado, se ensalivó y frotó las manos, se estiró las hebras sobre el cráneo desde la frente hasta la nuca, una mano después de la otra, traqueó el esqueleto al echar hacia atrás los hombros, acomodándose a la tibieza del saco, zapateó para espantar el polvo y, por último, mordió y masticó la uña de turno: frágiles rutinas como talismanes en la maraña cotidiana.

            En vez de comprar el pan y volver a casa como en los últimos meses, el viejo se detuvo en La Esquina de Rosa, donde tantas veces bebió el primer café del día. Dándole la espalda, Rosa lavaba unos pocillos y tarareaba algo de la radio. El viejo contempló sus brazos gordos y flojos sin atreverse a entrar. Quería contarle su desgracia y despedirse, quería decirle: "No me ruegues, Rosa, no hay otro camino". Rosa, siempre tan mal hablada, acudiría entonces al consejo de los vecinos para espantar la torpeza del viejo, su estupidez, su terquedad. Unos pedirían detalles, otros se encogerían de hombros. Rosa se volteó y le pidió que entrara, qué se le ofrecía, el viejo dijo que nada, gracias. Cogió una calle al azar y tropezó con la prisa de un chico en patines, de rasgos femeninos y cabellos largos. La pared sostuvo al viejo mientras el chico rodaba al piso como una pelota. El viejo balbuceó unas disculpas y ofreció su mano. El chico se limpió las rodillas, rechazó la ayuda y se alejó entre maldiciones. Los cabellos como una cometa. La misma boca de Renata, reconoció el viejo.

            Al doblar la esquina, manoteó al viento y padeció su aspereza en la garganta. Imaginó un animal en su cuerpo, navegando y bebiendo en su sangre. Un animal cansado que se asomaba a sus ojos. Que lo devoraba desde dentro, por costumbre, por hastío, y terminaría por no dejar nada, primero las tripas, luego todas las vísceras,  el tuétano de sus huesos, el reguero de venas y, al final los ojos. Los ojos como postre. Imaginó una mosca en la lustrosa superficie de su ojo muerto. Sabía que al morir los ojos conservan la luz un breve instante. Luego nada más que ojos muertos.

            Vagó hasta el cementerio. Detrás, en una calle escondida del escándalo del viento, dos hombres le hacían el amor a la muchacha que los había invitado: las sombras que se unían, los gemidos de la muchacha crucificada en el ansia, contra las ruinas de una pared de adobe, la hierba pisoteada, la sombra tendida que observaba mientras esperaba el turno y se consolaba con su propia mano. El viejo casi pudo sentir la tierra que se desmoronaba entre las uñas de la muchacha. Se alejó con prudencia. Mucho después, un hombre elegante, con sombrero y bastón, redondeaba la esquina, escribiendo un lenguaje de golpes para nadie. Dos perros escuálidos se perseguían sin ladridos, oliéndose. Un auto a paso de cacería, con las luces apagadas, bestia de metal y vidrios ahumados que busca en el bosque de cemento la víctima de líquidos, texturas y olores embriagantes. De uno y otro lado de la calle, los hombres vaciaban las rebosantes canecas en el carro del aseo municipal y las devolvían al desgaire, entre la columna de cemento del alumbrado público y un árbol maltratado, y se iban, callados, el trapo amarrado a la cara, bandidos sin delito, sin audacia. El borracho que regresa al hogar como si la mujer lo halara desde la cama mediante una cuerda invisible, el mendigo que acomoda el sueño, los gatos lascivos y los ladrones muertos del susto en los tejados, la novia que cierra la ventana, un taconeo nervioso que se aleja: coreografía de la noche sin Dios. El resto era silencio. La luna, redonda y pura, única, recién parida por la montaña. Un poco de cielo gris al otro lado. Qué noche más rara. Sin mirar, el viejo se desprendió de los escapularios y los arrojó a una caneca húmeda y vacía, hembra abierta y usada, desentrañada. Como desvestirse, como decir me entrego: arrojarlo todo, hasta las tripas. Nunca fumó en su vida. Robó una sola vez. Bebió un poco, maltrató al perro que desplumó a Roberta, pobre lora, pero borracho. Su único maltrato. De niño jamás apedreó los pájaros. Remendó y alimentó al más pobre de los pájaros del mundo, un copetón, hasta que levantó vuelo; lo imaginó comiendo de su mano el día menos pensado, pero no: una hembra, una pedrada, el hambre o el frío de una noche interminable impidieron el regreso. Los años se habían cumplido en vano. La certeza de que la vida pudo ser mejor. La dolorosa presión de las uñas en las palmas le recordó un sacapuntas verde, desgastado, que le arrancaba la mina a los lápices. Robó ese sacapuntas en la escuela y su madre le golpeó las manos hasta casi inutilizárselas. Todavía me duelen. Gabriela Archila, la maestra de primer grado, le calentó a vara las nalgas porque no acertó a escribir en el tablero un verso de Rafael Pombo. Quiso arrancarse el pellejo como un guante, como piel de naranja. Luego su madre hizo algo terrible. Lo llevó de la mano a la escuela y ordenó que devolviera el sacapuntas, delante de toda la clase. En un silencio de piedra, el dueño, una criatura cuyos cabellos desconocían el peine, con ojos de ratón y orejas de murciélago, se levantó y rehusó el sacapuntas porque ya estaba de botar a la basura y, además, le habían comprado otro. Con una sonrisa de regocijo enseñó el sacapuntas de metal, brillante como una moneda, dentro de una cajita de plástico. Sólo le faltó agregar que contaba con dos hojillas de repuesto. Gabriela Archila guardó el cuerpo del delito en el cajón del escritorio. "Dele palo, profesora, hasta que se le quite la maña", dijo la madre, y Gabriela Archila se esmeró en la tarea. Dos pestañas en cruz en cada mano aliviaban la violencia del impacto e incluso podían quebrar la regla. Todos lo decían pero nunca lo presenció. Un mediodía se escapó con otros tres niños a bañarse en el río, y en la jornada de la tarde, acusados por el sapo que nunca falta, los cuatro delincuentes fueron colocados en el pelotón de fusilamiento frente a la directora. Sin tiempo de arrancarse una pestaña, extendieron las manos para recibir los correspondientes reglazos. En el último instante retiró la mano y la directora se golpeó el muslo con la regla. Vio su rostro encendido por la ira, sus cabellos erizados, la mano temblorosa que elevaba la regla hasta el cielo entre maldiciones de verdulera. Entonces recibió la peor tanda de su vida y, aunque no lloró, se orinó en los pantalones delante de todo el mundo. Sus manos se abultaron como un pan. El pellejo de la cara, arrancárselo para ser otro. El otro, el que ya nunca. Años después, muchísimos años después, volvió a ver a Gabriela Archila. Vestida de negro, vieja, temblorosa y encorvada, como si buscara una moneda en las gradas del atrio de la iglesia. "Joven, deme la mano", dijo. Le prestó ayuda hasta la puerta de la iglesia, por supuesto, pero ni siquiera entonces pudo perdonarla. "¿Lo conozco, joven?" Dijo que no y, atemorizado como un niño, corrió a buscar un café. Qué estúpido, estoy rindiendo cuentas. Recuerdos perdidos acudieron en tropel: el hombre que traía astromelias a casa y le obsequiaba una moneda, la boca hambrienta de Teresa Orihuela, los desvelos de su adolescencia, el tío que llegaba a caballo y le enseñaba el rosario de cicatrices de cuchillo. El sol enceguecía en el espejo de las cicatrices. El tío llegó con Roberta y dijo: "Cuídala, muchacho, que ya vuelvo". El tío jamás volvió. Años después alguien habló de una venganza. El hombre de las astromelias tampoco volvió. Cuidaba a Roberta como a una novia, sopas de chocolate todos los días, la cuidaba de Tarzán, que batía la cola y la miraba con tanto deseo. Una mañana amaneció desplumada, agonizante, y él no pudo hacer nada. Tarzán había desaparecido del mapa. Él, entonces un muchacho que se destripaba los primeros barros, enterró a Roberta en una caja de cartón junto al durazno y, con la rabia amarrada, bebió, besó en el bar una boca embadurnada de colorete, un lunar en el cuello, tocó unos senos, poseyó un cuerpo de prisa, volvió a beber, y la rabia siguió ahí, hasta que pudo sacársela a patadas con Tarzán, que aulló, escapó con una pata al aire, volvió al otro día y recibió la sopa de maíz. Su madre no le reprochó la paliza, sólo dijo que el perro y él  tenían la misma mirada. Quiso hablar de la mujer del bar pero su madre hizo un gesto de fastidio, como si lo supiera. Nunca le mentí. Su madre repitió el gesto cuando quiso hablar de Teresa Orihuela, casada y bastante mayor, la misma que lo recogió de un baile, lo devoró a besos y lo bebió detrás de una puerta, y en su locura le propuso la fuga. El muchacho que era entonces apareció puntual a la cita, con el morral de lona y una foto de su madre en la billetera. Dos horas después regresó a casa con el sobre de Dolex. "Se me estalla la cabeza y te vas a vagabundear", dijo la madre. Puso dos pastillas en la mano, las arrojó a la boca y bebió el agua. "Olvídate de esa zorra", dijo. El muchacho la vio pasar cuatro o cinco días después, seria y lejana, entre el marido y los niños, y se quedó con el saludo en la mano. Se revolcó como un perro, tragó tierra, cabeceó las paredes, puteando a Teresa Orihuela de Maldonado, y el dolor permaneció largos meses. La imagen de sus piernas infinitas lo acompañó el resto de vida. Volvió a dormir con la mujer del lunar en el cuello unas cuantas noches, y cuando anunció que no regresaría, ella propuso amores gratuitos, él repitió que no regresaría, y así fue. Se casó con Albertina Vargas, una amiga de su madre, casi sin pensarlo. Recordó sus tontas historias y sus locas esperanzas. Las enfermedades que comieron su cuerpo de prisa y le abrieron un espacio entre la tierra. La mujer desapareció sin dejar rastro. Nunca la engañé, nunca le mentí. Estoy rindiendo cuentas, qué estúpido. Ponerse otra piel, otra carne, otros huesos. Otro nombre. He pasado en vano. Los años vinieron y no dejaron nada.

            Entonces vio al caballo. Lo vio primero, recortado contra la noche, blanco y puro, surgiendo de la llamarada de luz de su crin, luego escuchó el galope de piedra, que se confundió con el tambor de su corazón. El galope aumentaba hasta casi el estruendo, pero el caballo parecía detenido en su propio e incesante movimiento. Demoró mucho tiempo en pasar. Era una criatura de una belleza terrible, hiriente, que al fin se alejó y se extravió en el pozo de la noche. Luego se vio a sí mismo, pálido y viejo, mirándose, palpándose incrédulo. "Vete", le dijo al hombre que era él. El otro se alejó por el mismo sendero del caballo. Vio su propio ojo, luminoso y monstruoso, vio y sintió las patas de la mosca sobre la piel luminosa del ojo. Perdió las luces y se derrumbó.

            Saboreó la sangre del labio roto al despertar. Se apoyó en las manos para levantar el tronco, permaneció a gatas y luego de rodillas. Se levantó sin sacudirse el polvo, sin limpiarse el rostro ni las manos. En un bar de hombres solos que se le atravesó en el camino y donde pidió una cerveza que apenas probó, quiso preguntar si habían visto al caballo pero nadie estaba para conversaciones. Los atendía con esmero una rubia falsa, envejecida y gorda, de grandes párpados pintados que la acercaban al sueño, pronunciado escote y brazos ahogados de pulseras. Alguien pidió fuego. En cada mesa, en cada rincón ceniciento, un hombre esperaba a quien no vendría, como en un templo abandonado de dioses. La serpiente de la música los adormecía y hería sin lástima. De la calle vino una mujer gorda y bizca, brillante de maquillaje, y se le ofreció casi por nada. El viejo, tímido y avergonzado, se disculpó y esbozó una sonrisa, que la mujer borró de una risotada. Labios abultados, diente de oro, tetas inmensas, barriga. “Puedes hacerme lo que te dé la gana, aunque lo que tú necesitas es una enfermera”, dijo, bebió hasta el fondo la cerveza del viejo, luego avanzó a otra mesa y salió abrazada por un hombre gordo casi dormido. El viejo pagó y salió tras ellos. Los vio besarse con hambre. La mujer descendió la mano por el pecho, por la permanente preñez del hombre, entre un botón y otro de la camisa, hurgando, por la bragueta, y apretó. El hombre gordo mugió. El viejo se alejó acosado por los lamentos del placer, en la esquina giró el rostro y ya no estaban. Al mirar de nuevo al frente, encontró, casi rozándolo, una mujer descalza y despeinada que lo miraba con lástima, la blusa  abierta, los pechos brillantes de sudor.  "Nunca más", dijo la mujer. El viejo la apartó para continuar. Volvió a ver a la pareja recién salida del bar: el hombre gordo se inclinaba hacia la mujer arrodillada que lo lamía, embadurnándolo de colorete. Le tocaba la cabeza como despiojándola. El viejo había dado la vuelta a la manzana porque ahora estaba otra vez frente al bar.

            En el largo regreso de tres horas, ya no pensaba, no quedaba qué: molino que muele las mismas aguas, río que vuelve a pasar. Por un momento se sintió plácido, barco sin lastre, nada más por un momento. Una mujer y tres hombres pasaron arrastrando un herido: la cabeza chorreante, la mujer apretándose las orejas en un solo e inacabable grito, uno de los hombres vestido de payaso. El grito se regó por largo rato. Ya en el silencio, pegado a la esquina como al borde del fusilamiento, el viejo soportó el tropel de las imágenes: los dedos temblorosos de la mujer aplastando las orejas, el rostro desgarrado de la víctima, la cojera del payaso. Todo se fue alejando, el viejo se desprendió de las imágenes y volvió a sentirse solo, de una vez y para siempre. La vida sí que es puta, Cabrita, se da a quien mejor le pague.

            Un piquete de soldados pasó sin verlo.

            El viejo imaginó que dispararían al caballo de luz y no podrían herirlo porque no era de este mundo.

            Frente a la casa, supo que había llorado. Esta puerta necesita una mano de pintura, también las ventanas. Por un momento quiso aplazar su destino para remediar el descalabro de la madera. Empujó la puerta, la puerta crujió, la puerta dejó de crujir, la puerta cerrada ahora. "Me recordarás, Cabrita", dijo el viejo sin rabia. Se sentó junto al fogón apagado, el café de la olleta se le derramó en los zapatos, frío y espeso, mientras Renata dormía un poco más allá, en la piecita, al otro lado de la pared y junto a una fotografía de la madre del viejo. Entonces hundió la mano en el bolsillo y esa misma mano fue al cuello y siguió siendo un buey manso, que se retorcía mansamente, mientras el galope de su corazón encontraba el sosiego.



La mano del viejo
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas

3



            El viejo se va. Lerdo, penando. Veo sus espaldas llenas de sol. No volverá a mirarme, es orgulloso. O tal vez mire. Brega por cargar el cuerpo. Cuerpo de viejo. Seguiré sentada hasta que cuente las tres cuadras y tuerza a la derecha. Tal vez lo veo más viejo de lo que es, será porque no lo quiero. Me dejé tender esa tarde porque no podía hacer otra cosa. El viejo, henchido de deseo. Los ojos luminosos de lujuria. La boca sedienta que mordía. Y el temblor de las manos. Había jugado con su mansedumbre y ahora estaba hecho una fiera, dispuesto a destrozarme. Grité al principio. Luego me quedé quietecita bajo el peso de su cuerpo. También me moría por saber lo que se siente cuando un hombre se le echa encima a una y entra. Y me quedé ahí, desalentada, hasta que abrí los ojos y en la oscuridad no encontré al viejo. Fui a la cocina y me lavé la boca, los brazos, las piernas: su olor no se me quitaba no sólo de ahí sino de todo el cuerpo, su olor como aire pegajoso, como lengua de perro. Restregué con un trapo toda mi piel hasta enrojecerla, me puse ropa limpia y lavé la sucia. Arrojé a la basura los calzones desgarrados. Su olor permanecía hasta en las cosas. Barrí la casa, ordené la cocina, tendí las camas, que ya estaban tendidas, de prisa, como si un visitante estuviese a punto de llegar. Nadie apareció. Estuve en la puerta hasta que los niños abandonaron la calle. Mi taita no llegaba todavía. Preparé café y calenté el arroz sobrante del almuerzo. Nunca le conté nada a mi taita, pero desde entonces nos miramos distinto. Después, unos días después, me anunció el asunto del casamiento. El viejo, ya que me había jodido, se encargaba de mí. Ahora mi taita podía conseguirse otra mujer.

            Dino no quería esperarme, no quería, y era feliz porque el  aire parecía arrancarle los cabellos. El sol despedazaba en destellos los radios de la bicicleta. Dejamos las bicicletas tendidas en la hierba y corrimos a abrazarnos. Mi cuerpo contra su cuerpo, entre los tréboles y su cuerpo. Desperté y vi que mi taita dormía tranquilo, al otro lado de la pieza, y me dio rabia, mucha rabia.

            -Te jodió, mensa –dijo mi taita. 

            En el parque, sentados, Dino me recorría el cuerpo con sus manos locas. Le gustaba morderme los senos cuando no aparecía nadie. Todo era oscurito, las hojas se movían. Te sentía como un hijo, Dino. Entonces me decía mamá, Dino nunca la tuvo. Dino quería poseerme y me llamaba mujercita, mamita linda. Ay, Daniel Montes, tú sí eres. Me dejaba toda mojada.

            Vieron a Daniel con Mónica, que le daba lo que él quería.

            Dije que sí, qué otra cosa podía decir. Mi taita y yo salimos a comprar con dinero del viejo el vestido blanco y un ramo de flores artificiales. Mi taita me dio los zapatos. El viejo se puso furioso con el color del vestido, el testimonio de la hipocresía, tenía razón, pero lo aceptó cuando permití al fotógrafo en la boda, el testimonio del testimonio de la hipocresía, qué tonto. ¿Por qué no nos íbamos a vivir juntos y ya?  Nos juntábamos y ya. Por mi taita, claro, por él también. Y por mí, creo que me gustaba eso de hacerme señora.

            Tú sí eres loco, Daniel Montes. Alguna vez tuve el valor de acompañarlo a una pensión de mala muerte. Pero una vez ovillada en la cama, casi desnuda, sentí pánico y le negué el virgo, no lo hagas, Dino, y él me hizo caso y después quise que hubiera hecho lo suyo aunque llorara, lo habría perdonado. Es cierto, lloré, le dije que no quería verlo más, que sólo buscaba aprovecharse de mí, las cosas que se dicen, y él me acompañó hasta la esquina sin una palabra, un gato con una oreja mordida, las cinco de la tarde, viernes, el viento de agosto que confundía mi vestido con las cometas, me acuerdo tanto. Estaba lista para el viejo: me casé.

            Pero antes me acosté mucho con Dino, quien nunca habló de casarnos, y supe lo que era la vida, la bebimos toda. ¿Qué más te hace Mónica? Dino quería un hijo, se lo prometí. Ahora lo tengo, me toco la barriga suavecito mientras el viejo concluye la primera cuadra. El viejo va a morirse y entonces Dino y yo haremos lo que debimos hacer desde el principio de las cosas, vivir juntos. Primero creí que me mataría o me dejaría medio muerta de la muenda, que te mataría, Dino, si te dejabas, ahora resulta que el único muerto será el viejo. Aparte de orgulloso, cobarde. No debe permitirse el orgullo a los cobardes. ¿Pero entonces qué debe permitírseles? Ciertamente, Dino, hicimos daño. Pero lo hicimos, quiero decir, ya está hecho. No debiste venir de todos modos. Qué brutos. Cualquier pensión hubiera servido para revolcarnos.

            Dino vino a jurarme que Mónica sólo era una diversión. En realidad, la diversión del barrio. Era la primera vez que nos veíamos en mi vida de casada y tenía el cuerpo sediento. Qué tediosa vida. Le supliqué que se largara, que el viejo podía volver en cualquier momento. Comenzó a acariciarme y nunca pude pelear con las caricias de Dino. Me hurgó a su antojo y me perdí sin pudor en el inmenso mundo de nuestros cuerpos juntos. La puerta se abrió para vomitar al viejo, alguien le avisó, maldita sea. Dino se quedó pasmado, el horror me heló las palabras en la garganta, y ese asqueroso silencio que nos engrudaba. El viejo nos miraba como un animal manso y se mordía las uñas. Salió callado. Por dentro me dije que iba a quedarme con el viejo pasara lo que pasara. Nos pusimos la ropa sin mirarnos. En la cocina el viejo examinaba el fuego que él mismo había encendido. Había tres pocillos alrededor de sus zapatos. Siguió con los ojos a Dino, que abrió la puerta y se alejó sin cerrarla, como un ladrón. Así quedó la puerta hasta la noche, casi toda la noche, golpeada por el viento. El viejo no dijo nada, no me maltrató,  no hizo reproches ni lamentos. Quemó las fotografías de la boda una tras otra. Me exasperó su calma, me puso furiosa, me quitó el arrepentimiento y las ganas de que me apaleara. Volvió a la madrugada y no me hizo el amor, la puerta dejó de golpear, no me hizo el amor nunca más.

            El viejo va despacio, con la noticia de mi preñez, va terminando otra cuadra. Esta tarde no remendará zapatos, tratará de remendarse el alma. Como siempre que no puede con el mundo, pondrá los antebrazos sobre las rodillas y dejará caer la cabeza sobre los antebrazos, a ratos se escarbará entre los cabellos con la araña de su mano. Así esperará la noche, esperará como toda la vida. Ya no tengo rabia ni pena sino lástima. El sol me abriga las piernas, es un sol débil pero me abriga. Tres mocosos juegan al balón sobre este polvo amarillo. Uno de ellos exhibe el trasero por un roto. Otro orina sobre el polvo. La sed del polvo. El polvo que da sed. Alguien pasa silbando en bicicleta. El viejo ha dado el rostro, que siento untado de polvo, mira hacia acá, hacia donde estoy sentada, y es una mirada de despedida.


La estación de la fruta
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas

4

            Renata y su padre arreglaron el cuerpo. Largo, curtido por los años, apolillado por los años, envuelto en una piel amarillenta, con toda la dignidad que puede prodigar la muerte a los viejos. Lo lavaron, le pusieron ropa usada pero limpia y lo acomodaron en el cajón como acomodan a todos los muertos, los brazos cruzados sobre el pecho, los dedos engarzados en una camándula de pepas de madera, después de recortarle a tijerazos los cabellos que crecían inútilmente, y con algunos hombres, amigos del padre de Renata y del viejo, que no parecía tener amigos, se fueron a enterrarlo. La tarde gris amenazaba lluvia. Cuando salieron del cementerio se encontraron de súbito con un solecito breve que, con las primeras gotas, se borró de un manotazo. Olvidando la solemnidad, corrieron a refugiarse. Renata, bajo un repentino montón de años, se agarró del brazo de su padre y contempló la lluvia. Sacudió la cabeza enseñando la blancura del cuello y con los dedos se secó el rostro. Imaginó el cuerpo del viejo, frío y dormido en la oscuridad del aire del cajón, imaginó que la tierra pronto rompería la madera para cubrirlo, imaginó que se le entraría por la boca y las orejas, por todos sus orificios, como un animal enloquecido. Entonces vio al caballo entre los árboles, blanco y brioso, en el regocijo de la lluvia. Brincaba con gracia de bailarina, la crin como una bandera, derramando gotas de placer. Se imaginó pegada a su cuerpo, empapada y desnuda, y se estremeció.

            -Se mató solo, ¿no es cierto?

            Era la voz de su padre. Renata tuvo que abandonar al caballo y la lluvia y descifrar la pregunta.

            -Solo -dijo.

            Cerró los ojos para espantar las imágenes y, al abrirlos, su padre la observaba con dureza. Quiso explicar pero no encontró el impulso ni la necesidad. Las palabras no alterarían los hechos. Cuando regresó los ojos a los árboles, todavía agarrada del brazo, el caballo había desaparecido.

            -¿Por qué te llamaba La Cabra? –escuchó que decía su padre.


Gato en el trono del mediodía
Valparaíso, Chile, 2005
Foto de Triunfo Arciniegas



5
            
              Otra noche, Daniel Montes dijo lo mismo:

            -¿No lo mataste tú?

            Y Renata se puso a llorar en silencio, poquito a poco. Qué porquería eres, maldito Dino. Fue la última noche porque Daniel Montes no volvió a verla. Tampoco Renata vio al hijo: se le murió en la barriga y cuando lo preguntó ya estaba en la basura del hospital.





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