lunes, 3 de octubre de 2011

Laura Dippolito / La niña de las luciérnagas



Laura Dippolito
LA NIÑA DE LAS LUCIÉRNAGAS
Por Triunfo Arciniegas

En verano, cuando el mundo era un perpetuo hechizo, aparecían las luciérnagas en City Bell y la niña Laura creía que eran piedras brillantes, mágicas, fuegos voladores, pedacitos de estrella. Jamás imaginó que fuesen animalitos. Las atrapaba en un frasco y las contemplaba fascinada hasta que se apagaban. De niña, cuando leía Corazón y  Mujercitas, La vuelta al mundo en ochenta días y  Oliver Twist, cuando dos libros la marcaron para siempre, La isla del tesoro y David Coperfield.


De niña, cuando su padre y su abuelo le hablaban de otros tiempos, allá en City Bell, cerca de La Plata. Su padre le contaba las óperas predilectas: Tristán e Isolda, Tannhäuser, La Traviata, Rigoletto, Il Trovadore, El anillo de los nibelungos. La niña no entendía mucho pero igual escuchaba. Su abuelo, un irlandés alto, bello hasta el escándalo, de profundos ojos azules y manos de gigante, le hablaba de sus hazañas, de incendios y revoluciones, de barcos y mares.

Desde entonces sabía que el mundo sin historias es un páramo. Ya grande le dio por narrar porque se moría de desespero en sus clases. Quería seducir, encantar, fascinar a sus alumnos. Hace tiempos tuvo que trabajar con un grupo de niños de seis años y la universidad no la había preparado para enfrentar a tales fieras. Les leía al principio. No narraba, apenas leía. Hasta que cierto día una pequeña mano se apoderó de su libro en mitad de lectura y Laura regresó al reino de este mundo. Mientras  el libro descendía al planeta Tierra, el dueño de la mano dijo, resuelto: “No te veo la cara. Si no te veo, me pierdo la historia”.
Y a partir de ese momento Laura Dippolito empezó a narrar. Después se atrevió con adolescentes, incrédulos por naturaleza, y ya no paró.


De derecha a izquierda:
Alfonsina Storni, Gardel, Borges, Laura Dippolito y Triunfo Arciniegas
4 de junio de 2008
Cafe Tortoni, Buenos Aires

Me escribió solicitándome permiso para contar “Caperucita Roja” y así  nos conocimos. Nos hemos visto en su país y el mío y tenemos citas pendientes en otros. Recorrimos La Recoleta llena de tumbas célebres y gatos gordos, tomamos café y mediaslunas en el café Tortoni, fuimos a una exposición de Picasso y recorrimos la helada noche bogotana. Dice que el cuento de “Caperucita Roja” le trajo suerte porque no sólo ha narrado en el colegio y en La Plata, sino en su Argentina y en Latinoamérica y al otro lado del charco. Ahora viaja más que nunca. ¿Y qué le han dejado los viajes? “Hambre de más viajes, de otras historias y otros caminos”, dice, con la certeza de que donde vaya algo suyo la espera. Y debe viajar para hallarlo aunque lo lleva dentro. “Pero sale de allí, allí donde estoy viendo caer el sol”, precisa.
Le pregunto qué es lo más raro que le ha sucedido en esos viajes y se acuerda de Bolivia, donde narró historias a una comunidad aymará. No le entendieron una sola palabra pero todos terminaron emocionadísimos. Y se acuerda de México. Estuvo narrando en lo alto de la Huasteca Central y volvió dos años después. Una niña le preguntó por el destino del ogro de un cuento de la vez anterior. Y algo más. Casi no la dejan salir de México porque sin darse cuenta estaba hablando como mexicana y las autoridades le reclamaban unos documentos que por supuesto no tenía. Estuvo a punto de perder el avión.
Aparte de La isla del tesoro y David Coperfield, que sigue releyedo, sus libros son otros: Actos de significado, Cien años de soledad de García Márquez, Cumbres borrascosas, Jane Eyre, No me digas que fue un sueño, Nubosidad visible, Macbeth, los poemas de Miguel Hernández y otros.

Duerme con la luz encendida. Ha tenido las mismas pesadillas desde niña, desde que su padre se fue y supo que las luciérnagas eran criaturas vivas que se apagaban en su frasco, desde que dejaron City Bell y no hubo con quien jugar, desde que una madre muy triste la llevaba de la mano a la plaza. No más luciérnagas. Ahora deja la ventana abierta y la cortina descorrida aunque haga frío. Deja la radio encendida. Se duerme por fin entre voces desconocidas.
Le pregunto por sus tres deseos y me dice: “Narrar en Dublin, trabajar sólo en narración y seguir con esto”.  Esto debe ser la vida. “Que siga la vida, aquí y ahora, tal y como está”, insiste. Tiene sueños pendientes pero no me los cuenta para asegurarse de que un día sean ciertos. En voz baja me confiesa que sigue creyendo en la magia de las luciérnagas.









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