lunes, 2 de enero de 2012

Triunfo Arciniegas / Bogotá de ladrones

Arte callejero
Calle 26, Bogotà, 2011
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Triunfo Arciniegas
BOGOTÁ DE LADRONES

Los dioses me salvaron. Estoy bien pero estuve a punto de que me acuchillaran en la carrera décima. Salí del hotel casi a las nueve de la mañana, con la cámara fotográfica y algunos libros en el morral, y bajé por la calle veintitrés. Apenas llegué a la esquina vi que el bus de la veintiséis se acercaba al semáforo y le hice la señal. Pero entonces, según me dijeron luego, el tipo ya me había echado el ojo. “Ya lo tenía estudiado”, me dijo una pasajera. No demoré más de cinco segundos en subir al autobús, casi de un brinco, y alguien se me pegó demasiado y subió casi conmigo. Sentí un aire raro y miré hacia un lado. Si no hubiese llevado el morral adelante, como un bebé, el tipo me lo hala y me tumba al piso, o corta las correas y sale corriendo. Como no pudo hacerlo, pasó la registradora después de mí. Lo vi con detenimiento. Vi su cara siniestra, sus rasgos duros. Alto, flaco y maloliente. Cosa curiosa: me dio un libro,  un folleto de auto superación. Lo sostuve con el tubo de la silla delantera, sin hojearlo, mientras el tipo pedía una moneda y hablaba de la fe y otras virtudes cristianas. El típico discurso de un cura en boca de un malandro. Nadie le dio nada. Entonces se enfureció y golpeó la registradora. Lanzó un par de amenazas y el conductor detuvo el autobús. El tipo me rapó el libro y lo destrozó, abandonó los pedazos en el piso y se bajó. Respiré aliviado, todos respiramos aliviados. 
No es la primera vez. En esta misma calle me robaron una noche de abril de 1994. En ese entonces el editor mexicano Daniel Goldin y el escritor Francisco Hinojosa estaban de visita en Colombia. Llevé a Pancho a ver las obras de Botero. En la noche lo acompañé al hotel para que no le pasara nada y cuando regresaba a tomar el autobús me atracaron tres o cuatro muchachitos en la décima con veintidós. Les conté la historia a Daniel y Pancho y con el tiempo se volvió un chiste. Creo que en ese año, aunque residía en Pamplona, me robaron tres veces en Bogotá.
En otro año ya lejano, cuando tenía novia en Medellín, viajé de Pamplona a Bogotá y me robaron en la ruta del terminal de trasportes a Meissen, el barrio donde me brindaban alojamiento gratis. Esa vez fue muy curioso. Yo iba de pie, con una maleta grande en el piso y un maletín colgado del hombro, y preocupado por la cámara. Sentí que la halaban y la sostuve con fuerza. En una parada, vi que tipo se bajaba y se llevaba mi dinero. Mientras me preocupaba por la cámara, había descuidado los bolsillos. No podía abandonar mi equipaje en el autobús para perseguirlo. Llegué al restaurante, en Meissen, y le vendí a la señora Alcira la licuadora que pensaba regalarle. Con ese dinero y unos pesos que me ofreció el padre Marino Troncoso, continué días después mi viaje a Medellín, y allí conseguí dinero para regresar a Pamplona. Pasé otra vez por Bogotá porque no había una ruta más cercana. Alguna vez intenté el viaje por tren, de Medellín a Barrancabermeja, y fue peor.
En otro año, creo que en 1984, gané un premio de novela en Pereira y me fui por tierra a reclamarlo, desde Pamplona. De regreso, en el parque de Las Nieves, en pleno centro de Bogotá y en pleno día, mientras trataba de hacer una llamada, cinco negros muy jóvenes me tumbaron al piso, me pusieron una navaja en la garganta y me esculcaron todos los bolsillos. Total, se robaron el premio, y de nuevo me quedé a mitad de camino.
Me dicen que en Bogotá hay diez mil vagos. ¿Quién los habrá contado? ¿Cómo se habrán dejado contar? Siempre están moviéndose. Caminan y caminan buscando comida, duermen en las mañanas tendidos en una acera o en un parque. Viven debajo de los puentes o debajo de la ciudad, como fantasmas. Nos rodean, nos acosan y les tenemos un pavor espantoso. Cualquiera es capaz no sólo de robarnos sino de herirnos sin  que le importe un pepino. Una vez que hacía cola para entrar a la Cinemateca Distrital, uno de esos tipos nos mostró un cuchillo y dijo: “Hace rato que este mataganado no prueba sangre”. Uno tiene que pagar un peaje, un permiso de circulación por la ciudad, o enfrentarlos. Es más fácil arrojarles una moneda. Es más inteligente perder una moneda que andar por el centro de Bogotá con las tripas fuera.
Ladrones de Bogotá, ladrones pobres y miserables, porque hay otros, ladrones ricos y, en otro sentido, igualmente miserables. Viajan en camionetas blindadas, a veces con otras dos o tres camionetas, dos o cuatro motocicletas con sus respectivos conductores y acompañantes armados. Viajan a toda velocidad, desde el centro a sus lujosas mansiones. Son los dueños del país y dilapidan su patrimonio. En apariencia elegidos por el voto del pueblo, han hecho una campaña millonaria, con aportes de quienes luego sacarán tajada. En este país el aspirante a un cargo público importante (una alcaldía, por ejemplo) sabe cuánto va a ganar en su ejercicio mucho antes de posesionarse, y no me estoy refiriendo al salario establecido, por supuesto. Alguna vez leí que estos políticos se gastaron sesenta millones de pesos en papel higiénico y me dio un pesar al imaginarlos con esa diarrea tan espantosa. Esos mismos necesitaron cien millones para limpiar la fachada del congreso. Tal vez lo habían untado con su propia mierda y ahí sí ni con cien millones puede quitarse tanta porquería. Otra vez sentí pesar.
Los raponeros me inspiran rabia porque tengo derecho a mi cámara, a mi morral, a mis pesos, porque me he ganado la vida honradamente, pero por los otros ladrones siento pesar porque se van a morir y no se van a llevar nada. Y porque los están encarcelando porque se han dejado caer, porque les han descubierto algunos de sus pecados, y en la cárcel los pobres no podrán disfrutar de los millones que nos han robado a todos los colombianos.

 
Bogotá, 5 de mayo de 2008




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